miércoles, 10 de septiembre de 2008


PORQUE NO PIENSO DETENERME
El viaje comienza en esos años en que me pegaban si salía a jugar con los amigos, por eso para jugar me escapaba de la escuela, y por eso me pegaban. Pero también me pegaban para que me fuera a dormir temprano, o porque no dormía la siesta, o porque me quedaba dormido en la mesa cuando había ciertas visitas. Entonces empecé a escaparme durante las siestas. Simplemente saltaba la pared y me iba.
En aquélla época fue que me llevaron a conocer la casa de una tía, hermana del primo de la mujer de mi padre. Esa, de la que había que hablar mal de vez en cuando, pero en voz tan baja que los chicos (nosotros) solamente entendiéramos frases confusas. Sin embargo escuchábamos a escondidas estos y otros chismes y así creíamos y luego repetíamos que alguna catástrofe iba a suceder en alguna parte, o que descubrimos una confabulación para matar a alguien, o que pasaba algo tan interesante que hubiese valido realmente la pena participar.
Y un día visitamos la tal casa, esa que llenaba a los mayores de gestos extraños pero “había que ir” y fuimos.
Total que me encantó. Era pequeña, llena de plantas, con una galería hecha de cañas como las de los piratas del Caribe, una parte cubierta de calabazas y por otro lado rincones secretos como en la cabaña de Sandokán, y lo más deslumbrante; el novio (que no se había casado) que vivía con la no sé qué de no sé quién, era pintor, era artista.
Qué desastre, tan bien criada, pobre, cómo la empaquetó, pobre chica, tantos años al lado de la madre para nada... en fin.
Y por última vez repetían: pobre...
No sé bien porqué asocio este recuerdo con el trabajo que me tomé pocos años después, para juntar moneditas lavando coches, cosa que por esa época no se estilaba mucho. También asocio los cuchicheos a espaldas del artista casi pariente con imágenes llenas de sexos masculinos en hermoso color azul, imágenes que alguna vez escucharía llamar monocromos. Recuerdo que las señoras señalaban partes redondeadas, ramas voluptuosas entretejidas en la tela y las calabazas.
Y la pobre chica que se había ido a vivir tan lejos con un artista...
Cuando tuve edad suficiente para quedarme hasta muy entrada la noche fuera de mi casa, comencé también a repartir diarios.
Una noche ya no volví a dormir. Como podía (porque había empezado a gastar en cigarrillos y café) seguía ahorrando algún dinero a escondidas, total, también fumaba y tomaba café a escondidas...
Hacía ya tiempo que no me dejaban juntar con algunos primos. Yo había pasado a ocupar el lugar de aquél pariente ocultado en mi memoria entre tetas y caderas, penes azules y cañas amarillas. Sin embargo, en una quinta de José “Ce” Paz, con mi prima que estrenaba las incomodidades de la pubertad y que no me atrevía a mirar de frente por lo mismo, nos fuimos a recoger frutillas silvestres y hablamos de sexo y todo.
Bueno, no hay que asombrarse de que nos asombráramos de estar hablando de eso, si pensamos que recogíamos frutillas en José “Ce” Paz.
En cuanto pude, me subí a un tren. Elegí ese tren porque iba para donde estaba la casa de un amigo en primer lugar, pero además era el tren más misterioso de todos.
A los otros más o menos los conocía, pero éste intrigaba porque tenía un ramal eléctrico extraño, que salía de adentro de unos túneles. Uno iba por la avenida empedrada, y se veía aparecer de la nada una tira de vagones llenos de hierro forjado con unos inmensos aparatos que echaban chispas sobre el techo.
Las máquinas de otros ramales del mismo ferrocarril creo que no eran diesel, eran más antiguas tal vez de carbón, y los vagones de madera estaban recargados por la decoración art nouveau, con cortinitas en algunos casos y con un coche-comedor y un coche-camarote de lo más funambulescos.
A ese tren con cortinitas y todo me subí.
Un día entero o mejor dicho, veinticinco horas después me bajé en Corrientes, cerca de la frontera con Brasil. Allí comenzó todo.
Pero esas horas de viaje desde el territorio aburrido de las calles empedradas donde habían muerto los tranvías y mi niñez, me llevaron suavemente hacia lo que los oficiantes llaman el despertar de la juventud.
¿Y la adolescencia? Bien, gracias, no había tiempo de adolecer de nada.
Uno de los sucesos más hermosos y casi violentos de este viaje lo viví con mi compañera de vagón, una niña casi de mi edad, que supondremos hermosísima, misionera y bautizaremos Clara Luz, con ese estilo de los nombres paraguayos de mi recuerdo. A Clara Luz también le estaba aconteciendo este misterio que llamamos despertar de algunas cosas. Lo cierto es que mis hormonas y las suyas, nacidas y crecidas en la selva, hicieron un tremendo revoltijo. En la tendencia a perder la originalidad, gran parte del trayecto entre vagones y pueblos litoraleños lo dedicamos a entrelazarnos y enroscarnos de tal forma, que el inspector ferroviario se dedicó a vigilarnos atentamente a causa del mal comportamiento.
Mi hombría de porteño estaba en juego, y aunque hacíamos lo imposible por meternos al baño espantosamente hediondo del vagón, yo trataba de aprovechar las pasadas del “chancho” que nos espiaba para escaparme muerto de miedo ante la actuación cada vez más pugnaz de mi compañera, que quería experimentar el terreno donde yo no me animaba ni a asomarme.
Esta incoherencia de mi parte, como corresponde provocó el enojo de Clara Luz, que se fue a medianoche, lo cual también corresponde.
Supongamos entonces que sea verdad mi recuerdo, y que terminé durmiendo reclinado confianzudamente sobre una dama bastante mayor que Clara Luz, tal vez poco más de treinta años, dama por demás seria y circunspecta que pacientemente me permitió sentirme cómodo en los ratos que logré dormir.
Porque no fue fácil pegar los ojos con el efecto que me habían dejado los apretones con Clara y la insoportable vergüenza de sentirme tan estúpido.
Hasta que entre duerme y vela, me di cuenta que la señorita circunspecta estaba haciendo con sus senos algo más que acunarme, y que mi mano estaba entre la suya dedicada a frotarse en un lugar oscuro y tibio... y que finalmente su otra mano me alivió de tanto dolor metafórico y poético y entonces recién pude dormir profundamente.
Al bajar en la estación de Curuzú Cuatiá tenía en el bolsillo unos quinientos pesos, resto que me quedaba de aquella platita que me había regalado Ricardo, un pequeño asalto a la caja del negocio de su padre. Lo primero que hice fue vestirme de mencho. Me compré unas bombachas camperas, un gran sombrero de paja, alpargatas y un buen puñado de balas calibre 22 para rifle o pistola. Con el nuevo equipo partí hacia el Paraje Yaguarí, donde esperaba encontrar a mi amigo Luis.
El día de mi llegada lo pasé en un almacén de campo desde donde partí a la madrugada siguiente, aspirando hondo, hondo, parado sobre los estribos de las "calchas” *(recado), con las riendas en la mano izquierda y tratando de alcanzar todo ese azul, y ese verde, y esas distancias, y esos pájaros... y echar a andar. Primero al trote, un poco al galope, de nuevo más lento, al paso... pero andar y andar.
Como habíamos quedado por carta, Luis me estaba esperando en su casa de la estancia “San Juan” a orillas del río Miriñay. Desde la galería se veía esa llanura de espartillo que bajaba unos cinco kilómetros hasta el río y que se transformaba poco a poco en el estero característico del paisaje correntino. Me iba acostumbrando a todo esto, tan extremo y tan contrastante con mis años en Buenos Aires. Enseguida de comer un asado de oveja volvimos a ensillar caballos y salimos de recorrida. Era la primera vez que montaba tanto, y ni siquiera la comodidad del recado criollo podía disminuir los dolores en las piernas, el culo y la espalda, cada vez que me apeaba parecía un muñeco de madera. Llevábamos los rifles y aparejos para pescar en cuanto llegáramos al Miriñay pero la primera expedición fue bastante corta, apenas para que yo conociera los alrededores. Por ejemplo, pasamos por un enorme ombú de más de diez metros de altura y una circunferencia de unos tres o cuatro metros. Bajo la copa se podían atar dos caballos a cada lado y todavía sobraba sombra. Era el único resto visible de lo que habían sido poblaciones, es decir un par de ranchos habitados por una familia más de cincuenta años atrás. Mi compañero se divertía contándome de qué manera aquellos paisanos habían sido asesinados por los bandidos y me prometió que veríamos la luz mala cualquier noche de éstas, porque en algún lado por los alrededores del ombú había un entierro que nadie había descubierto aún.
Fueron pasando los días y además de trabajar con las ovejas y las vacas, aprendí a domar caballos bastante chúcaros, y aunque no llegué a ser domador me sentía muy satisfecho.

MANERAS DE DOMAR UN CABALLO


- ¿Quiere armar?
- ¿Qué cosa?
- Digo si quiere armar un cigarro.
- Como querer, quiero, pero no sé ni agarrar el papel.
- Es fácil, usté pone el papel así, entre estos tres dedos ticó, agarra la tabaquera y con esta cantidá de tabaco está bien, después lo cierra con estos dos dedos, lo aprieta bien...
Don Regino va al paso en un zaino colorado viejo como él, y mientras lleva las riendas en la mano izquierda, como buen paisano, sujeta el papel de armar entre el pulgar y el dedo mayor de la derecha, le da forma con el índice, saca la tabaquera del cinto con la izquierda sin soltar las riendas y echa tabaco justo para un cigarrillo. Guarda la tabaquera, y siempre con la derecha únicamente, termina el cigarrillo, lo hace rodar entre los tres dedos y me lo pasa.
- Disculpe, che usté, lo ensaliva para cerrarlo, cada uno el suyo.
- Gracias... ¿Cómo lo hizo?
- Es ticó fácil, no tiene que soltar las riendas nomás.
Seguimos fumando, al paso del zaino y el tostado que me dieron a mí, grandote y de buen carácter. Era el caballo de tirar la tumbera cuando había que acarrear leña o bolsas de papas y maíz. Al pasar por un monte de naranjos me detengo debajo de un árbol para alcanzar algunas frutas desde el estribo, El tostado entiende perfectamente y se queda quieto.
- ¿Le regalaron nicó una yegua?
- Sí. Pero es potranquita y hay que domarla todavía.
- Será la estrellita, la oscura de la zaina, angá la yegua vieja.- Don Regino es medio guaycurú y mezcla guaraní cuando habla.
- ¿Se conoce todos los caballos de por acá?
- De Miriñay a Mercedes, todos. O’manó hace tantos años que trabajo ñan’dé
por acá por eso conozco todas las tropillas. Yo domé de joven angá de viejo ya no pude. Sus yeguas viejas ticó de San Juan las domé yo mismo.
- Debe ser difícil domar caballos.
- Ni difícil nicó ni tan fácil. Hay que saber nomás.
Si armar cigarrillos con una sola mano y a caballo le parecía fácil a don Regino, cómo sería domar, que no le parecía “difícil ni tan fácil”
- ¿Y usted me puede enseñar?
- No sé che. O’manó el muchacho, quiere aprender a domar. Bueno, nomás ponga ganas ticó, yo le puedo ayudar, che a usté con su yegüita vieja ticó.
- ¿Me va a explicar bien primero?
- Mire, agarra aité la yegüita bien temprano, cosa que esté medio dormida nomás. La cabresteamos en el corral para que no coma nicó ni tome agua hasta el mediodía, cuando hace calor. Está más manso a esa hora angá el animalito. Se le deshincha la panza.
- ¿Porqué?
- A la mañana los animales han comido pasto con sereno ticó, tienen la panza llena de pedos y se le va a aflojar su cincha vieja por abajo.
- Entonces la atamos en el corral...
- Y al mediodía está mansita angá pobre.
- ¿Entonces?
- La empieza a acariciar usté, che. Le pasa bien la mano, la soba ticó bien sobada y que vaya sintiendo el olor suyo mismo aité. Va a querer morderlo a usté, de seguro con su hocico. Ahí nomás me le pega con su mano abierta por el hocico a la yegua. O’manó, tiene que ir sabiendo que usté le manda a ella, pero despacio, de a poco.
- ¿Y después puedo subir?
- No, todavía no. Hay que seguir y seguir sobando y mientras sujetarle firme su oreja a la yegua. Le va bajando la cabeza aité me le pone el freno, la cabezada y las riendas.
- ¿Y ya está?
- ¡Oooo’manó! – Don Regino perdió la paciencia – Mejor mañana temprano se levanta, agarra ticó la yegua y ahí mismo aité le enseño.
Tuve el mejor maestro. No digo que salí domador, pero unos porrazos y revolcones a los dieciséis años no son nada, los huesos aguantan, aunque el culo, la entrepierna y los riñones griten toda la noche aité. Pude montar a mi potranca oscura con una estrella en la frente y cola salpicada de blanco. Don Regino ya era viejito y me tuvo mucha paciencia, considerando que yo era “el porteño”.

ADELMA



Por las tardes a veces no volvíamos a la casa, nos quedábamos en alguna isleta de ñandubay y guayabos, o luego de pasar el estero llegábamos a la orilla del río y hacíamos campamento para pescar. Sólo por diversión cazábamos sábalos a tiros porque estos peces duermen la siesta cerquita de la tierra firme y a flor de agua, como tomando sol. Yo solamente cazaba lo que me iba a comer y ese principio se me volvió en contra cuando bajé un carau, pajarraco de carne durísima y hedionda pero me lo tuve que comer. Sacábamos anguilas moviendo el dedo delante de su cueva, las cuereábamos y allí nomás las poníamos sobre las brasas. Vivíamos bien. Hasta me di el gusto de jugar al matrero, un día que se armó una buena pelea en el boliche “el Ñandú” que como todos los boliches de campo, quedaba en la esquina... de ninguna parte, porque era pampa para todos los vientos. Allí se bebía caña, se jugaba al truco o la taba y a veces se comían unos guisos machazos y unas empanadas dignas de ser cantadas. Justamente un partido de truco dio comienzo a una discusión bastante inflamada con caña, una cosa trajo la otra y de repente había un par de menchos con el cuchillo en la mano. Otro me corrió hasta el caballo y cuando me vieron escapar, era lógico que me gritaran: “porteño maricón” y otras cosas peores en guaraní. Pero era de zonzo quedarse allí y me subí a caballo lo más rápido que pude. El hombre me había seguido de cerca y ya me alcanzaba con el machete en la mano, cuando se encontró de boca con el caño de mi escopeta, que siempre estaba enfundada en el recado y esta vez me sirvió no para cazar, sino para darme tiempo a retirarme con dignidad y hacerme fama de “muchacho de cuidado”, aunque no sé para que me iba a servir.
Hubo otras ocurrencias, como desafíos para ver quién se atrevía a agarrar víboras con la mano. Inconscientes del peligro seguíamos cualquier rastro entre el espartillo o las pajas y con un manotazo rápido cazábamos del cuello culebras y toda clase de reptiles. Estas audacias terminaron bastante bien cuando encontramos una yarará de más de dos metros y como ninguno quiso ser el héroe por no ser el finado del cuento, resolvimos que no valía la pena y buscaríamos otro deporte en qué probar nuestra energía de jóvenes. Entonces fue que disputamos el premio mayor, la cocarda de Gran Macho, el diploma de adolescencia cumplida.
En la estancia trabajaba un viejo mulato brasileño, don Pedroso, que cumplía las funciones de peón de patio, es decir, bueno para todo. Era un hombrecito lleno de cuentos y anécdotas, la mayoría con personajes del monte, yaguaretés, víboras enormes como la curiyú, matreros, contrabandistas y cangaceiros. Don Pedroso tenía un montón de hijos e hijas trabajando lejos, y una de ellas que era mucama en la ciudad una tarde apareció medio a escondidas y se fue a la mañana siguiente, tan misteriosamente como había venido. A partir de esa visita el viejo quedó a cargo de dos de sus nietas, muchachitas alborotadoras y juguetonas que no podían negar su sangre afroamericana. Eran de piel hermosamente tostada, pelo crespo y ojos enormes y reidores. Todo lo hacían ruidosamente, correteando entre risas y juegos de escondidas. Eran bastante más chicas que Luis y yo, pero en el trópico se madura muy rápido, y nosotros éramos los únicos varones jóvenes en muchas leguas a la redonda. Bueno, estaba el Toti que vivía en la estancia San Andrés, pero ese no cuenta, era medio tonto. Ya habíamos hablado noches enteras en la habitación, mientras escuchábamos la radio de Buenos Aires que llegaba a duras penas. Luis estaba de acuerdo en que solamente podíamos atrevernos a la mayor, creo que Adelma se llamaba, la hermana era muy pequeña. El desafío estaba tácitamente lanzado, y no dejábamos de estar excitados ni cuando andábamos al galope arreando o separando ganado, ni cuando enlazábamos terneros o caminábamos pegándonos en el barro del estero.
Ya no salíamos de noche a esperar a las vizcachas cerca de sus cuevas o a seguir el rastro del onza. Solíamos sentarnos sobre una rama del Ybirá pitá enorme que daba sombra al patio, con las piernas colgando, a tomar mate y fantasear sobre las posibilidades de tener sexo precoz con Adelma. A la siesta se acabaron los viajes al bah’í a meter la mano al agua para sacar anguilas, perdimos el interés en los sábalos dormilones. Sólo la morena ocupaba nuestro tiempo y nuestra mente, y la espiábamos a esa hora de calor, cuando se levantan los espejismos en la llanura, para mirarla cuando iba a bañarse con su hermana menor. Entonces el agua le adhería el ligero vestidito sobre el cuerpo y nos sentíamos morir tirados panza abajo detrás de los tacuruses. Un día mientras me duchaba en la casa, con baño de azulejos y agua caliente, me llamó la atención una sombra que se proyectaba sobre la pared húmeda. Al girar alcancé a ver unos pelos crespos que desaparecían contra el sol de la ventana. Salí corriendo, así desnudo como estaba, y casi alcancé a Adelma que me había estado espiando y pegando grititos escapó a esconderse en la despensa y cerró la puerta con tranca.
A partir de ese momento comencé a vivir ufano en la convicción de que yo era el elegido de la niña, hasta que una noche volví tarde –Luis me había pedido que fuese a cerrar la tranquera con candado- y al entrar a nuestra habitación comprendí porqué me había sacado del medio, él y la morena estaban en la cama, retozando y riendo. Y sus risas se escucharon hasta que me encaramé al Ybirá pitá del patio.

EL JUEGO DE LA OCA


Ese primer intento valió la pena, pero no duró. Me fueron a buscar y me llevaron de vuelta a Buenos Aires. Terminar el colegio, aprobar la secundaria, llevar adelante una carrera.
El segundo intento no terminó tan suavemente. Volví al campo allá en Corrientes, cerca de los carnavales. En las ciudades grandes todavía duraba la euforia del mayo francés y en las paredes se pintaba el nombre del Che y adhesiones al pueblo de Vietnam o Santo Domigo. No lo recuerdo bien, pero los yanquis estaban siempre invadiendo a alguien.
Yo estaba encargado de pagar los salarios de la estancia donde fui a trabajar, en Paraje Yaguarí, pero cuando la dueña del campo mandó las planillas desde el pueblo, en lugar de dinero los peones recibían vales de descuento del almacén de ramos generales, único en el paraje, y en algún caso hasta quedaban endeudados para el próximo mes. Me rebelé contra semejante injusticia y quise iniciar un movimiento sindical entre los cuatro menchos. Los muchachos me dejaron terminar de hablar, me convidaron otro vaso de caña... y preguntaron como siempre “¿Y después?”...
Algo raro ese perro negro que desapareció el día que murió su dueño cuando volvió no se despegaba de mi sombra. Llegó poco antes que el mensaje, con una garza tan blanca en el hocico negro, muerta. Pero en ese momento no entendí nada.
Después la dueña del campo me mandó buscar con “los rurales”, la policía montada del paraje. Un comisario comprensivo me metió en remojo dos o tres días, un método que casi me deja demasiado ablandado.
Claro, en esa comisaría correntina, en lo que llaman la cuadra, todos los presos eran tapes de la zona, y yo para ellos era “el porteño”. Me enseñaron a prender fuego con bolas de papel mojado, estrujado y secado al sol del mediodía, a “vistear” con la alpargata y otras habilidades. Gente buena al fin y al cabo, que tuvo protagonismo cuando aterrizó detenido un camionero que me vio tierno y me exigía el pago de los cigarrillos de cada día.
Por supuesto que yo tenía que negarme y hacerme el duro, no podía dejar que los demás me vieran aflojar. Pero el camionero era mucho más fuerte que yo, y cuando parecía que de una trompada me iba a dejar impreso en una pared del patio de ejercicios, me di cuenta que los menchos nos rodeaban silenciosamente, con cara muy seria, y como quien no quiere la cosa, uno de ellos le dijo al matón:
- ¡Déje tranquilo al muchacho! ¿No ve que es mas chico? – Y eso fue para mí no solamente una salvación momentánea, sino el descubrimiento de esa solidaridad entre desgraciados que no han perdido la dignidad.
Pasó el tiempo y el comisario me hizo echar del pueblo en el tren de vagones de madera para que volviera a mi casa, pensara en una familia, un trabajo estable, en fin un proyecto de vida.
Es verdad, ese proyecto de vida me llevó al café de La Paz, y a la Perla del Once, donde continué la promisoria carrera de vender diarios. Como me especializaba en relaciones públicas me pasé algunas noches con Tanguito, Miguel Abuelo, el tano Franco. Y las chicas, como la Balita y la Maga, que era estudiante de Teatro.
Gracias a una tía medio santa que tenía y que me pagaba la pensión, estudiaba de día en el Municipal de Arte, pero cuando conocí a la Maga me pasé a las clases de Teatro. Poco a poco hice algo por la actuación con Franco, con Dragún y otros, hasta que resolví lo mejor para el teatro, abandoné las clases y partí nuevamente con destino a otro lugar de América del Sur. Porque la del Norte casi me daba náuseas de tanto escribir ¡go home!.
Conservábamos las ideas del Di Tella, del pasaje Seaver, de Marcuse, Reinhardt, Adorno. Y estaban las chicas. Esas flaquitas de Filo (Filosofía y Letras) de pelo lacio, como la coloradita Betty, de Villa Crespo, que probablemente se llamaría Myriam y militaba en el Partido Comunista en la clandestinidad. Yo la amaba perdida y fracasadamente, y quería ir en busca de los cerros y los cañaverales para deslumbrarla.
Muy bien, si era por eso, podía volver a juntar algo de plata, aunque sea muy poca; tenía un sombrero boliviano de puro fieltro, canilleras (polainas) correntinas y una incongruente mochila muy moderna. Y me subí a otro tren, menos romántico y de trayecto más corto pero suficiente para mis intenciones.

JULIO Y LA MAGA




No pudo ser, Julio. La esquela que le enviaste aquel 13 de octubre del 83 al poeta Héctor Yánover estaba cargada de esperanza de volver a Buenos Aires el febrero siguiente. Justo ése, en que el azar eligió por vos otro viaje. Como era tu costumbre, responder al amigo así, hasta cualquier momento. El hasta siempre final es cierto, che. Siempre estas dándote una vuelta por aquí. Te hubiese gustado ver “Las fases de Severo”, me lo decías en tu carta del ocho de julio de 1983.
- Pero quiero agradecerle una carta tan cordial, las noticias sobre las actividades teatrales en San Luis (Me hubiera gustado ver “Las Fases de Severo”) y la pieza inspirada en mi cuento. “como muchas cartas, como muchos relatos, también hay mensajes que son botellas al mar”
- No hay solamente una melancolía, esa gris y con sonido de plomo, también hay esas melancolías anaranjadas, que tienen brillo de escamas y que nacen de recuerdos que no se resignaron a los rincones ni a las pelusas que provocan ojos rojos. Vos trabajabas en Chivilcoy y habitabas una pensión en la calle Pellegrini. Mis pensiones estaban siempre en los alrededores de Corrientes y Callao. A partir del invierno de 1966 comencé a vivir en los alrededores del centro trasnochador de Buenos Aires donde quedaban las pisadas de Gardel, Enrique Muiño y Elías Alippi y los gestos de Justo Suárez. Fue en una de esas pensiones, de la que me escapé sin pagar, que leí por primera vez el primer ejemplar de “Rayuela” una noche que me lo prestó el flaco Ricardo, mi primer hermano. La música del saxo aparece en la vieja habitación que ahora veo pintada de colores ocres pero que tal vez era empapelada. El Julio amaba el saxo, yo ignoraba completamente la existencia de Yearbird. De aquella mesa de mediodías provincianos siempre recordaste a doña Micaela, y algunos dicen que de esas conversaciones vocingleras te robaste la semilla del gíglico. Yo empezaba la búsqueda, en los bares, en el cineclub, en los subterráneos...
- Entro de noche a mi ciudad donde me esperan o me eluden, donde tengo que huir de alguna abominable cita, de lo que ya no tiene nombre...
- Con el Flaco íbamos a bajar el río Paraná en balsa de troncos, como habíamos visto en “Sabaleros”, la película de Fernando Ayala. No sé, primero lo voy a llamar a Ricardo por teléfono, tal vez me vaya a las provincias, tal vez vuelva a Corrientes... mientras tanto no dejar de caminar, pasar junto a Tanguito, seguir viaje...
En esta parte debería escucharse
“Reunión Cumbre” me gustaría mucho,
con Jerry Mulligan y Astor Piazzolla.
- Estamos en otoño otra vez, ¿era la Guerra de los Seis días en Israel, la crisis de los misiles cubanos o la invasión a Vietnam? Imágenes “como monedas fuera de circulación, objetos de un mundo caduco en la lejana orilla del río”. Acabo de conocer a La Maga, como siempre, primero es una alucinación parada junto al teléfono que me dice: - “Los teléfonos se cansan, les da fatiga con tanta gente que habla y habla nada más que pavadas “
- En los versos “Plaza España Contigo” aparecidos en su libro, el Julio habla de la más hermosa plaza de Chivilcoy, de un mediodía y una cita, la de Cortázar con Coca Martín.
- Está loca, lo que más te gusta es que está loca pero es La Maga, o sea que no está loca
- “Le escribo a esa mujer que respira bajo tantas máscaras, incluso la que yo le inventé para no ofenderla, y le escribo porque también usted se ha comunicado ahora conmigo, debajo de mis máscaras como escritor, por eso nos hemos ganado el derecho de hablarnos así, ahora que sin la más mínima posibilidad imaginable acaba de llegarme su respuesta”.
- Yo no estaba loco, todos se enamoraron de La Maga, la acompañamos hasta su casa que quedaba lejos, tomando uno de esos trenes eléctricos suburbanos que hoy son pasaporte al miedo. Así, tras los pasos de ese personaje que estudiaba teatro, entré al teatro y conocí a Osvaldo Dragún, a Osvaldo Bonet, a Eduardo Pavlovski. Tan fácilmente se cumplió la profecía de Alicia Berdaxagar y Carlos Carella. No tanto, Alicia decía: “Este chico es un payaso”, pero insistí yendo y viniendo por ese corredor de mosaicos floreados en Palermo hasta que Carlos y Alicia que ya eran actores leyeron mi versión dramática de “Fausto” de Estanislao del Campo, y juro que les gustó. Nunca se pudo estrenar, porque el Rector del Colegio no permitía ingresar mujeres
- ...al establecimiento masculino, que quiere decir para varones; mirá vos qué cosa, che, acabo de escribir “Recto” cuando la intención era poner “Rector”. ¿Y si tomamos mate?
- “es cierto que escribir me calma a ratos, será por eso que hay tanta correspondencia de condenados a muerte”
- El buen hombre no sabía que Julio había hecho su adaptación de “El Puñal de los Troveros” de Belisario Roldán para un día de egresados en el teatro Metropol.
-
Música de saxo otra vez, quizás John Coltrane...

- A Carlos y Alicia tampoco iba a volver a verlos por muchos años...
- ¿Y La Maga?
- No, gracias. Era hermosa
- Muy flacucha-
- Tenía ojos luminosos
- Usaba unos lentes gruesos horribles
- Ayer era de tarde y caminábamos por Montevideo, de vuelta del café de La Paz y me decía...
- “La gente nunca mira por arriba de las cejas...”
-¿Qué pasó?
- No sé, vivía muy lejos... se tomó el tren... el eléctrico...
Vendría la época de poner proa a San Luis y al oeste, un viaje que según los amigos era arriesgado. El tren de madera sale mañana, me dejará en Río Cuarto y de allí haciendo dedo...

SAN LUIS DE LA PUNTA




Me bajé de madrugada en Río Cuarto, al sur de Córdoba.
Mientras caminaba desde la estación hacia la ruta me iba tragando un horizonte perfumado de trigo y alfalfa, balidos y yuyos. Pero más allá se abría el escenario del cielo negroazulado, se perfilaban volúmenes espesos de sierras que a esa hora todavía parecían nubarrones o extrañas moles algo difusas. Hacia allá habría que ir, a quedar anclado en un amor serrano en San Luis del venado y de las sierras, en la paz y la calidez de las jarillas y las vertientes frescas; las nochecitas con guitarras y tonadas, las serenatas...
Faltaban unos años para mi concubinato con las verdaderas montañas, las de Los Andes, hasta que desde San Luis seguí el sol hacia el poniente y llegué a Mendoza, que es decir el Aconcagua, el Tupungato, los parrales, la música y la poesía y la gran pasión definitiva: el teatro.
Mientras llegara esa nueva partida, mis planes inmediatos eran trabajar y formar un hogar, como me aconsejara aquél comisario. La experiencia me sirvió, porque en un lugar donde el trabajo escasea y la mejor expectativa de los jóvenes es emigrar, logré ubicarme en una oficina. Era un trabajo tedioso, rutinario como pocos, pues se trataba de copiar con la máquina de escribir mecánica (que hoy pocos conocen ya) centenares y centenares de medidas y listas de detalles, cálculos, enumeraciones... desde las ocho de la mañana hasta las doce y desde las cuatro de la tarde hasta las ocho. Hacía lo que podía para alterar esta rutina, para no dormirme fatalmente con la frente metida en la máquina –cosa que sin embargo me pasó alguna vez- para hacer más llevadero el encierro. Por suerte el clima era bastante cordial y se me perdonaban muchas cosas, hasta que tomé prestado un vehículo de carga de la empresa y me fui un fin de semana de paseo a la sierra, todo un viaje de 400 kilómetros hasta Candelaria. Claro que el lunes no pasó desapercibida mi aventura. El gerente me llamó a su oficina y luego de retarme un rato largo, me dio el castigo que correspondía y que fue menos grave que echarme a la calle. Tendría que pintar una grúa de hierro. Pintarla completamente, a mano y con un pincel de una pulgada de ancho a lo sumo. Eso sí, de color amarillo.
La consecuencia inesperada de mi cambio de situación, de la cómoda oficina a escalar la grúa, fue que mis compañeros me vieron como indicado para ocupar un cargo gremial, y volví a la actividad sindical que me había valido la cárcel en Corrientes. Sin embargo habían cambiado las circunstancias y poco a poco también escalé posiciones en el Sindicato, llegando a ser unos de sus representantes hasta que las condiciones políticas del país se pusieron tórridas, cosa que en Argentina pasa con bastante frecuencia.
Estábamos en tiempos del último gobierno de Juan Perón interrumpido por la muerte del caudillo, y fue precisamente en momentos de su muerte que ocurrió un hecho que me apartó para siempre del gremialismo.
En San Luis se enfrentaban dos bandos absolutamente irreconciliables en lucha por el dominio de la CGT (Confederación General del Trabajo) en su seccional local. Uno de ellos, el oficialista, contaba con el apoyo de la dirigencia de los sindicatos más corruptos en el ámbito nacional, y por lo tanto se esperaba una intervención de sus matones armados en cualquier momento para inclinar la balanza provinciana. Una noche de julio, todas las noticias recibidas de boca en boca indicaban que la banda armada llegaría en ómnibus desde la ciudad de Río Cuarto. La CGT organizó entonces una estrategia de turnos para montar guardia en el edificio donde funcionaba la Mesa Directiva y contingentes de ayuda urgente en otros locales gremiales de las inmediaciones. A este servidor le tocó el turno de las diez de la noche en adelante.
Llegué a la hora que me dijeron y me encontré solo en el local, una vieja casa convertida en oficinas. Abrí con la llave que me dieron para eso, apenas me encontré en el edificio oscuro y vacío sentí el impulso de irme a dormir a mi casa, pero antes que resolviera hacerlo llegó otro compañero. Al poco tiempo, llegó un taxista que había sido avisado para que nos apoyara, y como era gigoló tenía un revólver. Menos mal, ahora uno de tres estaba armado. Un tiempo de espera sin novedades, sin llamados telefónicos, nada de nada. Por la calle iba pasando don Alvarez, un amigo entrañable que había sido presidiario y hombre de armas llevar, y que al ver nuestras caras de ingenuos sintió lástima y también se ofreció para ayudarnos. A los pocos minutos, uno de los miembros de la Mesa Directiva, un señor muy elegante de la Asociación Bancaria, llegó en su auto para preguntar qué necesitábamos, dejarnos unas empanadas para comer y un rifle calibre 22. Y se fue tan elegante como llegara.
Don Alvarez seguía pensando que éramos unos chorlitos, porque me dijo en un aparte en voz muy baja:
- Mirá pibe, yo ya no veo nada, pero vos apuntáles con el rifle a la cabeza así te asegurás el tiro. Después, si hay líos con la policía me pasás el rifle a mí...¿qué me van a hacer a mí?. Vos cuidate ¿eh?
Por suerte no hubo necesidad de tirarle a nadie, nadie apareció en toda la noche. Amigos y enemigos habían estado resolviendo sus diferencias en una comilona a mitad de camino entre Río Cuarto y San Luis, en un restaurante a orillas de la ruta. Los únicos que amanecimos de guardia fuimos Curly, Moe, Larry y Mickey Mouse.
De repente, Mickey Mouse se sube a un camión y se va.

JULIO, EL FLACO Y EL JAZZ

- A Julio le gustaba el Jazz, sabía un montón de jazz, sobre todo música de saxo, y hablaba siempre de Charlie Parker, yo recién llegado al cuadrito 32, amarillo, iba a descubrir a Piazzolla. Tira de nuevo. Me llevé el disco de 33 revoluciones, un long play que me regaló Ricardo con grabaciones de homenaje a Louis Armstrong, una mochila y un sombrero grandote. Pero a Julio no sólo le gustaba el jazz, escuchaba Troilo, a Pugliese y tocaba valsecitos criollos en el piano.
Los hermanos Juan y Alberto Cedrón vivían en Saavedra, en la subidita esa que está pegada a la General Paz. Allí había un ombú gigantesco que, de tan enorme, tenía un patio de ladrillo adentro.
- Nosotros jugábamos ahí cuando éramos pibes –así lo recuerda Juan, el “Tata”- El árbol tenía adentro un hueco, lo que nos parecía la entrada de un túnel. Y muy cerca, una casa. Decíamos que ahí se había reunido Rosas con Quiroga y que tenía pasadizos secretos.
- El otro hermano, Alberto es un tipo de gran talento. Cuando leyó Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, Alberto descubrió el episodio en que los personajes salen a atorrantear y bajan al Infierno por un ombú que está en Saavedra. Yo trabajaba en Núñez, frente a la Escuela de Mecánica de la Armada, cerca de la estación Rivadavia. He pasado miles de veces por allí. Una noche iba cruzando las vías y el tren atropelló a un tipo. Me quedé helado a borde de las vías hasta que el tren paró y llegaron los bomberos, prendieron reflectores para buscarlo y todo eso. Yo estaba en la sombra del terraplén sin ver nada, y en cuanto di un paso para seguir cruzando apoyé el pie sobre una mancha de tipo que estaba desparramada sobre el pedregullo. Nuca había visto el ombú donde está la entrada al infierno, ni siquiera sabía de Juan ni de Alberto. Pero esa noche vi el túnel, y cualquiera que pase ahora por la Escuela de Mecánica de la Armada, puede ver la entrada... el árbol creo que no está más, el infierno no sé...
- Es bastante horrible que todas las hojas de todos los árboles de nuestra vida, presentes para Funes el memorioso, estén perdidos para nosotros sin estarlo, estén ahí como si no estuvieran, en una memoria pasiva que se niega a obedecer a la voluntad y en cambio, estúpida, nos saca de golpe una vidriera en Roma en 1952, un lápiz azul de un cumpleaños infantil, una escena de una cinta de Pola Negri, un compás de tango y gracias, dejándonos vislumbrar sádicamente que todo el resto esta también ahí, que podríamos acordarnos si solamente encontráramos el método.
- Me voy a Córdoba
- Entonces mejor llevate de recuerdo el disco de Armstrong, te lo regalo. Hay melancolías doradas como la trompeta de Satchmo, huelen como las pizzas del Banchero y tienen sabor a tabaco negro. Ya no tomamos más ginebras en La Paz ni en ninguna parte con Ricardo, por ahora estará tomando unos vinos con Julio, donde quiera que sea. Sigo la búsqueda de magas y vías ferroviarias de fierro carrilero.
- ¿No te gusta la música?
- - No jodas, flaco, soy sordo.