Ese primer intento valió la pena, pero no duró. Me fueron a buscar y me llevaron de vuelta a Buenos Aires. Terminar el colegio, aprobar la secundaria, llevar adelante una carrera.
El segundo intento no terminó tan suavemente. Volví al campo allá en Corrientes, cerca de los carnavales. En las ciudades grandes todavía duraba la euforia del mayo francés y en las paredes se pintaba el nombre del Che y adhesiones al pueblo de Vietnam o Santo Domigo. No lo recuerdo bien, pero los yanquis estaban siempre invadiendo a alguien.
Yo estaba encargado de pagar los salarios de la estancia donde fui a trabajar, en Paraje Yaguarí, pero cuando la dueña del campo mandó las planillas desde el pueblo, en lugar de dinero los peones recibían vales de descuento del almacén de ramos generales, único en el paraje, y en algún caso hasta quedaban endeudados para el próximo mes. Me rebelé contra semejante injusticia y quise iniciar un movimiento sindical entre los cuatro menchos. Los muchachos me dejaron terminar de hablar, me convidaron otro vaso de caña... y preguntaron como siempre “¿Y después?”...
Algo raro ese perro negro que desapareció el día que murió su dueño cuando volvió no se despegaba de mi sombra. Llegó poco antes que el mensaje, con una garza tan blanca en el hocico negro, muerta. Pero en ese momento no entendí nada.
Después la dueña del campo me mandó buscar con “los rurales”, la policía montada del paraje. Un comisario comprensivo me metió en remojo dos o tres días, un método que casi me deja demasiado ablandado.
Claro, en esa comisaría correntina, en lo que llaman la cuadra, todos los presos eran tapes de la zona, y yo para ellos era “el porteño”. Me enseñaron a prender fuego con bolas de papel mojado, estrujado y secado al sol del mediodía, a “vistear” con la alpargata y otras habilidades. Gente buena al fin y al cabo, que tuvo protagonismo cuando aterrizó detenido un camionero que me vio tierno y me exigía el pago de los cigarrillos de cada día.
Por supuesto que yo tenía que negarme y hacerme el duro, no podía dejar que los demás me vieran aflojar. Pero el camionero era mucho más fuerte que yo, y cuando parecía que de una trompada me iba a dejar impreso en una pared del patio de ejercicios, me di cuenta que los menchos nos rodeaban silenciosamente, con cara muy seria, y como quien no quiere la cosa, uno de ellos le dijo al matón:
- ¡Déje tranquilo al muchacho! ¿No ve que es mas chico? – Y eso fue para mí no solamente una salvación momentánea, sino el descubrimiento de esa solidaridad entre desgraciados que no han perdido la dignidad.
Pasó el tiempo y el comisario me hizo echar del pueblo en el tren de vagones de madera para que volviera a mi casa, pensara en una familia, un trabajo estable, en fin un proyecto de vida.
Es verdad, ese proyecto de vida me llevó al café de La Paz, y a la Perla del Once, donde continué la promisoria carrera de vender diarios. Como me especializaba en relaciones públicas me pasé algunas noches con Tanguito, Miguel Abuelo, el tano Franco. Y las chicas, como la Balita y la Maga, que era estudiante de Teatro.
Gracias a una tía medio santa que tenía y que me pagaba la pensión, estudiaba de día en el Municipal de Arte, pero cuando conocí a la Maga me pasé a las clases de Teatro. Poco a poco hice algo por la actuación con Franco, con Dragún y otros, hasta que resolví lo mejor para el teatro, abandoné las clases y partí nuevamente con destino a otro lugar de América del Sur. Porque la del Norte casi me daba náuseas de tanto escribir ¡go home!.
Conservábamos las ideas del Di Tella, del pasaje Seaver, de Marcuse, Reinhardt, Adorno. Y estaban las chicas. Esas flaquitas de Filo (Filosofía y Letras) de pelo lacio, como la coloradita Betty, de Villa Crespo, que probablemente se llamaría Myriam y militaba en el Partido Comunista en la clandestinidad. Yo la amaba perdida y fracasadamente, y quería ir en busca de los cerros y los cañaverales para deslumbrarla.
Muy bien, si era por eso, podía volver a juntar algo de plata, aunque sea muy poca; tenía un sombrero boliviano de puro fieltro, canilleras (polainas) correntinas y una incongruente mochila muy moderna. Y me subí a otro tren, menos romántico y de trayecto más corto pero suficiente para mis intenciones.
El segundo intento no terminó tan suavemente. Volví al campo allá en Corrientes, cerca de los carnavales. En las ciudades grandes todavía duraba la euforia del mayo francés y en las paredes se pintaba el nombre del Che y adhesiones al pueblo de Vietnam o Santo Domigo. No lo recuerdo bien, pero los yanquis estaban siempre invadiendo a alguien.
Yo estaba encargado de pagar los salarios de la estancia donde fui a trabajar, en Paraje Yaguarí, pero cuando la dueña del campo mandó las planillas desde el pueblo, en lugar de dinero los peones recibían vales de descuento del almacén de ramos generales, único en el paraje, y en algún caso hasta quedaban endeudados para el próximo mes. Me rebelé contra semejante injusticia y quise iniciar un movimiento sindical entre los cuatro menchos. Los muchachos me dejaron terminar de hablar, me convidaron otro vaso de caña... y preguntaron como siempre “¿Y después?”...
Algo raro ese perro negro que desapareció el día que murió su dueño cuando volvió no se despegaba de mi sombra. Llegó poco antes que el mensaje, con una garza tan blanca en el hocico negro, muerta. Pero en ese momento no entendí nada.
Después la dueña del campo me mandó buscar con “los rurales”, la policía montada del paraje. Un comisario comprensivo me metió en remojo dos o tres días, un método que casi me deja demasiado ablandado.
Claro, en esa comisaría correntina, en lo que llaman la cuadra, todos los presos eran tapes de la zona, y yo para ellos era “el porteño”. Me enseñaron a prender fuego con bolas de papel mojado, estrujado y secado al sol del mediodía, a “vistear” con la alpargata y otras habilidades. Gente buena al fin y al cabo, que tuvo protagonismo cuando aterrizó detenido un camionero que me vio tierno y me exigía el pago de los cigarrillos de cada día.
Por supuesto que yo tenía que negarme y hacerme el duro, no podía dejar que los demás me vieran aflojar. Pero el camionero era mucho más fuerte que yo, y cuando parecía que de una trompada me iba a dejar impreso en una pared del patio de ejercicios, me di cuenta que los menchos nos rodeaban silenciosamente, con cara muy seria, y como quien no quiere la cosa, uno de ellos le dijo al matón:
- ¡Déje tranquilo al muchacho! ¿No ve que es mas chico? – Y eso fue para mí no solamente una salvación momentánea, sino el descubrimiento de esa solidaridad entre desgraciados que no han perdido la dignidad.
Pasó el tiempo y el comisario me hizo echar del pueblo en el tren de vagones de madera para que volviera a mi casa, pensara en una familia, un trabajo estable, en fin un proyecto de vida.
Es verdad, ese proyecto de vida me llevó al café de La Paz, y a la Perla del Once, donde continué la promisoria carrera de vender diarios. Como me especializaba en relaciones públicas me pasé algunas noches con Tanguito, Miguel Abuelo, el tano Franco. Y las chicas, como la Balita y la Maga, que era estudiante de Teatro.
Gracias a una tía medio santa que tenía y que me pagaba la pensión, estudiaba de día en el Municipal de Arte, pero cuando conocí a la Maga me pasé a las clases de Teatro. Poco a poco hice algo por la actuación con Franco, con Dragún y otros, hasta que resolví lo mejor para el teatro, abandoné las clases y partí nuevamente con destino a otro lugar de América del Sur. Porque la del Norte casi me daba náuseas de tanto escribir ¡go home!.
Conservábamos las ideas del Di Tella, del pasaje Seaver, de Marcuse, Reinhardt, Adorno. Y estaban las chicas. Esas flaquitas de Filo (Filosofía y Letras) de pelo lacio, como la coloradita Betty, de Villa Crespo, que probablemente se llamaría Myriam y militaba en el Partido Comunista en la clandestinidad. Yo la amaba perdida y fracasadamente, y quería ir en busca de los cerros y los cañaverales para deslumbrarla.
Muy bien, si era por eso, podía volver a juntar algo de plata, aunque sea muy poca; tenía un sombrero boliviano de puro fieltro, canilleras (polainas) correntinas y una incongruente mochila muy moderna. Y me subí a otro tren, menos romántico y de trayecto más corto pero suficiente para mis intenciones.
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