Por las tardes a veces no volvíamos a la casa, nos quedábamos en alguna isleta de ñandubay y guayabos, o luego de pasar el estero llegábamos a la orilla del río y hacíamos campamento para pescar. Sólo por diversión cazábamos sábalos a tiros porque estos peces duermen la siesta cerquita de la tierra firme y a flor de agua, como tomando sol. Yo solamente cazaba lo que me iba a comer y ese principio se me volvió en contra cuando bajé un carau, pajarraco de carne durísima y hedionda pero me lo tuve que comer. Sacábamos anguilas moviendo el dedo delante de su cueva, las cuereábamos y allí nomás las poníamos sobre las brasas. Vivíamos bien. Hasta me di el gusto de jugar al matrero, un día que se armó una buena pelea en el boliche “el Ñandú” que como todos los boliches de campo, quedaba en la esquina... de ninguna parte, porque era pampa para todos los vientos. Allí se bebía caña, se jugaba al truco o la taba y a veces se comían unos guisos machazos y unas empanadas dignas de ser cantadas. Justamente un partido de truco dio comienzo a una discusión bastante inflamada con caña, una cosa trajo la otra y de repente había un par de menchos con el cuchillo en la mano. Otro me corrió hasta el caballo y cuando me vieron escapar, era lógico que me gritaran: “porteño maricón” y otras cosas peores en guaraní. Pero era de zonzo quedarse allí y me subí a caballo lo más rápido que pude. El hombre me había seguido de cerca y ya me alcanzaba con el machete en la mano, cuando se encontró de boca con el caño de mi escopeta, que siempre estaba enfundada en el recado y esta vez me sirvió no para cazar, sino para darme tiempo a retirarme con dignidad y hacerme fama de “muchacho de cuidado”, aunque no sé para que me iba a servir.
Hubo otras ocurrencias, como desafíos para ver quién se atrevía a agarrar víboras con la mano. Inconscientes del peligro seguíamos cualquier rastro entre el espartillo o las pajas y con un manotazo rápido cazábamos del cuello culebras y toda clase de reptiles. Estas audacias terminaron bastante bien cuando encontramos una yarará de más de dos metros y como ninguno quiso ser el héroe por no ser el finado del cuento, resolvimos que no valía la pena y buscaríamos otro deporte en qué probar nuestra energía de jóvenes. Entonces fue que disputamos el premio mayor, la cocarda de Gran Macho, el diploma de adolescencia cumplida.
En la estancia trabajaba un viejo mulato brasileño, don Pedroso, que cumplía las funciones de peón de patio, es decir, bueno para todo. Era un hombrecito lleno de cuentos y anécdotas, la mayoría con personajes del monte, yaguaretés, víboras enormes como la curiyú, matreros, contrabandistas y cangaceiros. Don Pedroso tenía un montón de hijos e hijas trabajando lejos, y una de ellas que era mucama en la ciudad una tarde apareció medio a escondidas y se fue a la mañana siguiente, tan misteriosamente como había venido. A partir de esa visita el viejo quedó a cargo de dos de sus nietas, muchachitas alborotadoras y juguetonas que no podían negar su sangre afroamericana. Eran de piel hermosamente tostada, pelo crespo y ojos enormes y reidores. Todo lo hacían ruidosamente, correteando entre risas y juegos de escondidas. Eran bastante más chicas que Luis y yo, pero en el trópico se madura muy rápido, y nosotros éramos los únicos varones jóvenes en muchas leguas a la redonda. Bueno, estaba el Toti que vivía en la estancia San Andrés, pero ese no cuenta, era medio tonto. Ya habíamos hablado noches enteras en la habitación, mientras escuchábamos la radio de Buenos Aires que llegaba a duras penas. Luis estaba de acuerdo en que solamente podíamos atrevernos a la mayor, creo que Adelma se llamaba, la hermana era muy pequeña. El desafío estaba tácitamente lanzado, y no dejábamos de estar excitados ni cuando andábamos al galope arreando o separando ganado, ni cuando enlazábamos terneros o caminábamos pegándonos en el barro del estero.
Ya no salíamos de noche a esperar a las vizcachas cerca de sus cuevas o a seguir el rastro del onza. Solíamos sentarnos sobre una rama del Ybirá pitá enorme que daba sombra al patio, con las piernas colgando, a tomar mate y fantasear sobre las posibilidades de tener sexo precoz con Adelma. A la siesta se acabaron los viajes al bah’í a meter la mano al agua para sacar anguilas, perdimos el interés en los sábalos dormilones. Sólo la morena ocupaba nuestro tiempo y nuestra mente, y la espiábamos a esa hora de calor, cuando se levantan los espejismos en la llanura, para mirarla cuando iba a bañarse con su hermana menor. Entonces el agua le adhería el ligero vestidito sobre el cuerpo y nos sentíamos morir tirados panza abajo detrás de los tacuruses. Un día mientras me duchaba en la casa, con baño de azulejos y agua caliente, me llamó la atención una sombra que se proyectaba sobre la pared húmeda. Al girar alcancé a ver unos pelos crespos que desaparecían contra el sol de la ventana. Salí corriendo, así desnudo como estaba, y casi alcancé a Adelma que me había estado espiando y pegando grititos escapó a esconderse en la despensa y cerró la puerta con tranca.
A partir de ese momento comencé a vivir ufano en la convicción de que yo era el elegido de la niña, hasta que una noche volví tarde –Luis me había pedido que fuese a cerrar la tranquera con candado- y al entrar a nuestra habitación comprendí porqué me había sacado del medio, él y la morena estaban en la cama, retozando y riendo. Y sus risas se escucharon hasta que me encaramé al Ybirá pitá del patio.
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