miércoles, 10 de septiembre de 2008

LA VOZ DEL INTERIOR



- ¡Entonces de forros ni hablemos!.
Esta frase podría ser el remate de uno de esos chistes malos que se cuentan cuando la noche se derrumba en pedazos de pan, huesos pelados y vino tinto que se entibia en la sobremesa de un asado. Pero no, esta es la frase que viene a la memoria ligada nada menos que a que un congreso de literatura argentina, organizado hace mucho, mucho tiempo en la muy docta ciudad de Córdoba. Todo tan superlativo como era aquél momento, apenas salidos de una época de miedos y represiones de todo tipo. Entonces la premisa inmediata era vivir. Fuimos desde San Luis porque me habían invitado al congreso, y pensábamos que nos vendría bien esta especie de luna de dulce de leche y oporto y Córdoba era la cómplice perfecta, con los paseos por la Vélez Sárfield y los fingidos asombros de “chuncanos” llegados a la ciudad mirando hacia arriba los rascacielos, paseando por el mercado en el boulevard San Juan porque para quienes veníamos de la Punta los bulevares y los mercados eran una pintoresca novedad. Desde nuestra llegada, la inscripción y correspondiente acreditación en el congreso y luego el congreso seguiría desarrollándose y desenroscándose y estirándose por el sábado sin mi presencia, para bien de las letras sudamericanas que hoy pueden contar este cuento.
Ella lucía su muy protocolar y prosopopéyico sacón de piel para salir de noche, bajo una llovizna que dejaba charquitos donde tartamudeaban las lucecitas de la peatonal. Y se reía. A cada rato, a cada sorpresa, saltábamos sobre los charcos y reía y nuestra alegría rebotaba también en el agua y las paredes, se mojaba y se iba sobre la espalda gris de algún vecino preocupado. Desde las bocacalles hacia la periferia adivinábamos penumbras y ella se apretaba contra mi brazo. En esas penumbras sombras informes temblaban un segundo aún antes de escurrirse del todo, sonidos de culatazos y de galopes quebraban la alegría, quedaban en las tinieblas susurros y portazos... y yo que quería estar alegre no podía escapar a una presencia flaca que olía a ginebra y que venía en breves olas de música. Una sombra más flaca que una sombra que si hubiese tenido rostro sería el de Ricardo.
Pero todas esas cosas quedaban atrás, los cuerpos apretados nos confortaban y enseguida volvíamos a jugar olvidándonos de todo, mi congreso y sus tacos altos. Entrábamos al cine, a ver aquéllas películas de cinearte, con esos cafés discutidos, comprábamos cañoncitos de dulce de leche y nos íbamos a la pensión. No hubiéramos vivido este Trópico de Capricornio a no ser por Jorge, que estaba estudiando leyes en Córdoba y arregló que Antonio, que hoy es cirujano, nos prestara su habitación de universitario humilde mudándose ambos a otra parte. Así, por ahorrarnos un hotel, compartíamos la nave con unos diez o doce bucaneros, la nave y las facturas para el mate. El oporto comprado en la mañana fue el rescate de la princesa aquella tarde que entró al único baño en condiciones para bañarse y maquillarse para el paseo. La turba hacía fila en el pasillo y los piratas se impacientaban, algunos recién despiertos luego de haber estudiado toda la noche anterior. En el patio entre las glicinas iba oscureciendo y el ambiente se sentía más húmedo. De vez en cuando se escuchaba la risa de ella desde el encierro y los hombres perdían la paciencia, pero al fin entre las tohallas y tohallones salió la Reina de la Cañada, la Emperatriz de las Empanadas Cordobesas. Tuvimos que huir dejando en el campo la botella de oporto, pero volveríamos a por otra esta noche.
El último día lo dedicamos a multiplicar el tiempo. Como lo primero debe ser lo importante, fuimos del brazo y circunspectos al cierre del congreso. En el Paseo de las Artes miramos todos los trabajos expuestos sobre improvisados mostradores, sobre banquetas o en el suelo. La princesa tocó todo, preguntó por todo y al final le regalé un bonito libro artesanal de poesía infantil, cosido con lanas de colores e ilustrado con dibujos en tinta china. Porque tiene que ser china, claro. Habíamos ido al Museo del Títere y al teatro del Instituto Goethe donde daban una obra hecha a partir de un cuento de Kafka, luego de eso nos detuvimos un segundo en un kiosco y visitamos la Catedral. Cuando salimos, comimos kilos de ensaladas en un boliche alemán, creo que por 9 de Julio o San Jerónimo (hace tanto tiempo...) de donde salimos corriendo porque le dije que no había pagado. De todo esto me acuerdo de vez en cuando, y sobre todo de cómo se reía y cómo comíamos cañoncitos en la cama, porque creí que podría continuar siendo igual o tal vez mejor con los años y por eso viajé tantos kilómetros hacia el sur, hacia la nieve y las araucarias, para hacer las paces con todo en un lugar sin penumbras. Cuando el plan estuvo listo, ella había cambiado. Ya no podía ver tan lejos, hasta allá, entre nieve y montañas. No pudo despegar de las sierras del río seco.
Por eso, ya que estoy aquí, en esta parte del camino donde a veces nieva y miro por la ventana y en el vidrio se refleja el aire frío y húmedo de una pensión de Córdoba hasta que el vidrio se empaña y ya no veo con claridad y me parece que escucho otras voces y veo para adentro cuando llegamos esquivando la llovizna al kiosco de la esquina de Rivera Indarte y ella preguntó: ¿Tiene chuflines para el pelo señor?
- No tengo idea qué es eso – Contestó el hombre, y ella dijo muy rápido:
- ¡Entonces de forros ni hablemos!

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