martes, 9 de septiembre de 2008

BARRIO CLINICAS




Salir de noche por las calles cordobesas era una aventura poco recomendable en tiempos del gobierno militar. La ciudad universitaria por excelencia desde tiempos de los padres dominicos tenía toda una tradición de revueltas estudiantiles, desde cuando se iniciaron las luchas por la ley 1420 que impuso la educación pública y gratuita, pasando por el levantamiento antiperonista de 1955 y el “Cordobazo” de 1969 protagonizado por obreros y estudiantes y que le costó el gobierno a otro dictador militar al precio de jóvenes y trabajadores muertos. Los estrategas de la ocupación iniciada en 1976 aprovecharon la experiencia, y colocaron sobre Córdoba a uno de los insanos más feroces de que disponían para degollar cualquier reacción intelectual y popular. Luciano Benjamín Menéndez fue el militar encargado por sus pares de llevar a cabo esta tarea sucia al frente de sus animales encapuchados, y todas las noches atreverse a salir por la ciudad era andar por un ghetto donde los ciudadanos normales eran rehenes de la ocupación. Controles en las esquinas, maltrato, humillaciones eran uno de los métodos favoritos para quebrar la voluntad de los civiles, doblegarlos hasta hacerlos sentir incapaces de reaccionar, decidir o pensar.
Algo que decir a favor de estos mercenarios, estaban allí enfrente, eran el enemigo evidente y soberbio.
Los reemplazó esta guerra perversa de hoy, donde el miedo se nos mete en la sangre desde los medios de comunicación, desde el discurso de George Busch como de sus mercenarios en Latinoamérica. Esta estrategia no militar, donde el enemigo encapuchado no baja de un Ford Falcon armado de metralleta. Hoy es un fantasma que vive a la vuelta de su casa, maneja el colectivo, le sonríe desde un escritorio. Hoy han fabricado este enemigo que paraliza y no deja decidir ni pensar, el miedo entre nosotros.
Volvamos a Córdoba, el Barrio Clínicas, donde vivíamos con el flaco Ricardo, en una pensión de estudiantes de larga historia que alguna vez allá por la época de la 1420 había sido burdel y comité político de estudiantes de medicina en los fondos. Compartíamos una habitación enorme, donde cabían muy cómodamente las dos camas, un ropero de madera antiguo, con luna y molduras llenas de polvo, una mesa, dos sillas y nuestras conversaciones de toda la noche. Yo trabajaba de carpintero y Ricardo estudiaba. Una vez al mes, cuando él recibía el giro de su familia, íbamos a comer a un viejo almacén que sobrevivía en una esquina de la 27 de abril, frente al Banco Francés donde se cobraba el giro.
Un lugar a medida de estudiantes como nosotros aquél almacén. Atendido por el dueño gordo como debe ser, circundado por un mantel blanco atado a la cintura y de permanente mal genio. Por lo menos en apariencia. Allí uno se hacía “de la casa” y podía comer las mejores empanadas picantes y jugosas –baratas, eso sí- y tomarse un pingüino de buen vino patero de La Rioja. El gordo encargaba ese vino especial a unos camioneros que hacían el trayecto Córdoba- La Rioja y se lo traían directamente de los viñedos familiares donde se sigue elaborando este vino artesanal, grueso y áspero, de aroma maravilloso.
Con las mesas bien servidas, viendo que casi todos los asistentes apreciaban sus empanadas y su vino, al gordo le cambiaba el carácter, aunque no la cara. En esos casos tenía algún detalle de buen humor, como aquella vez que nos aclaró por lo bajo que el vino patero no había llegado, y que si queríamos por el mismo precio nos tendría que dar “esa porquería que viene en botellas” pero luego nos trajo el pingüino cargado con “el mejor, el que reservo a los turistas que pagan caro” y nos cobró lo mismo... precio de estudiantes.
Luego volvíamos al Clínicas o yo me iba a trabajar y Ricardo a la facultad de medicina.
Por las noches todo cambiaba, volvían los Falcon, los camiones del ejército, las prostitutas y los mendigos.
Pero Córdoba trataba de seguir su vida. Había cine clubes, teatro, muchas reuniones de escritores y el café. Los grupos que se arriesgaban después del cine o el teatro a reunirse en un café para hablar hasta la madrugada, a pesar de los controles. Yo deambulaba, buscaba algo, curioseaba, quería ver esas noches cordobesas por dentro.
Un riesgo que tuvo sus efectos.
Vi un mundo de contrastes, por afuera de las reuniones de intelectuales, un circo de decadencias. La supervivencia de los marginales, los extremos, la mayor represión política coexistía con la displicencia con que la gente aceptaba el fermento de esta miseria.
En los bares cercanos a la terminal de ómnibus, mujeres que se ofrecen en los últimos peldaños de degradación hubo siempre y habrá siempre. Pero es duro compartir la mesa en uno de esos bares con adolescentes que ofrecen su cuerpo a cambio de una cama bajo techo, un par de cervezas, un sándwich.
Casi niñas que tratan de ponerle diversión a este drama, que hacen muecas para ponerle alegría, se ríen fuerte con entrecortados aullidos que simulan carcajadas.
Estas escenas son el fondo a los encapuchados armados, las sirenas.
Una mañana me sorprendió la lluvia caminando por el parque Sarmiento. De repente me quedé solo, la gente huía del agua pero yo seguí caminando. Ni siquiera me di cuenta cuánto había caminado cuando me encontré en medio del parque, completamente mojado y hablando solo.
En cuanto llegué a la pensión, hicimos un acuerdo con el flaco, me iba de Córdoba.
Volvería a San Luis, Ricardo me iría a visitar, sería todo como antes, cuando éramos adolescentes allá en el café de La Paz.
A primera hora Ricardo me acompañó a tomar el micro, nos despedimos en el estribo y quedamos en escribirnos pronto. Él se quedó en Córdoba para seguir estudiando.
Fue la última vez que lo vi.

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