Extraña ciudad Neuquén.
De todas maneras, hay que volver a la ciudad por extraña que sea. Han pasado varios años, y tal como algunos sanatorios aristocráticos del siglo pasado, el aire de montaña me ha curado las dolencias, he podido comenzar de nuevo. Vienen conmigo mi mujer y dos hijas hermosas. La mudanza de por sí, no puede dejar de ser un acontecimiento, se realiza de la manera como se ha desarrollado esta historia. Viajo en el colectivo con una cantidad de bártulos – ya dije que no dejaban a nadie a pie – y luego llegarán las nenas con su madre en una camioneta que trae otro poco de cosas, lo mínimo indispensable. En Aluminé quedarán muebles y cajones, algunos para siempre. Pero lo más importante, unos meses después llegan mis libros, varias cajas. Por cinco años casi abandoné el teatro, y ya me reclamaba nuevamente, se habían acabado los Gauloises, pero el Julio seguía fumando en mi mochila y los primeros trabajos en el escenario improvisado en el sindicato de empleados judiciales van a ser cinco cuentos de Cortázar. Eran un montón de jóvenes que querían actuar, que vivían la misma pasión, trabajaban con entusiasmo, con mística y junto con la lectura de la obra de Julio se iba recuperando la memoria que a los 18 o 20 años estaba sepultada por nuestra oscura historia reciente. La Argentina del siglo veinte no recuerda héroes, sino sus propias víctimas saturnales. En los ensayos se recupera el jazz, la lectura, la discusión, la fe en los sueños. Con frío de galpón de chapa en invierno, con calor en verano que nos obliga a regar el piso de cemento para poder caminar descalzos y por las noches a tomar cerveza o vino y seguir discutiendo en el “Quitapenas”. Volvían a reunirse escritores, plásticos, músicos. Volvían de mi pasado voces y personajes. El conjunto “Pachamama” haciendo música andina como antes había sido Amauta, encontré a Raúl, que me había visto haciendo teatro en San Luis... y a Miguelito.
De todas maneras, hay que volver a la ciudad por extraña que sea. Han pasado varios años, y tal como algunos sanatorios aristocráticos del siglo pasado, el aire de montaña me ha curado las dolencias, he podido comenzar de nuevo. Vienen conmigo mi mujer y dos hijas hermosas. La mudanza de por sí, no puede dejar de ser un acontecimiento, se realiza de la manera como se ha desarrollado esta historia. Viajo en el colectivo con una cantidad de bártulos – ya dije que no dejaban a nadie a pie – y luego llegarán las nenas con su madre en una camioneta que trae otro poco de cosas, lo mínimo indispensable. En Aluminé quedarán muebles y cajones, algunos para siempre. Pero lo más importante, unos meses después llegan mis libros, varias cajas. Por cinco años casi abandoné el teatro, y ya me reclamaba nuevamente, se habían acabado los Gauloises, pero el Julio seguía fumando en mi mochila y los primeros trabajos en el escenario improvisado en el sindicato de empleados judiciales van a ser cinco cuentos de Cortázar. Eran un montón de jóvenes que querían actuar, que vivían la misma pasión, trabajaban con entusiasmo, con mística y junto con la lectura de la obra de Julio se iba recuperando la memoria que a los 18 o 20 años estaba sepultada por nuestra oscura historia reciente. La Argentina del siglo veinte no recuerda héroes, sino sus propias víctimas saturnales. En los ensayos se recupera el jazz, la lectura, la discusión, la fe en los sueños. Con frío de galpón de chapa en invierno, con calor en verano que nos obliga a regar el piso de cemento para poder caminar descalzos y por las noches a tomar cerveza o vino y seguir discutiendo en el “Quitapenas”. Volvían a reunirse escritores, plásticos, músicos. Volvían de mi pasado voces y personajes. El conjunto “Pachamama” haciendo música andina como antes había sido Amauta, encontré a Raúl, que me había visto haciendo teatro en San Luis... y a Miguelito.
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