Meses después de mi vuelta a casa comenzó la guerra de Malvinas. Como todos saben, un general borracho de los tantos que gobernaron mi país un día se levantó con ínfulas heroicas. La guerra de Malvinas fue, en 1982, una tragedia estratégica que brindaba a la dictadura militar la posibilidad de crear un frente externo que le mantuviese a la cabeza de un pueblo desinformado y sojuzgado pero que ya comenzaba a movilizarse.
El primero de abril estaba en una función de teatro, en la sala Augustus de la Asociación Italiana. Al terminar, me encontré con un periodista de Radio Nacional del cual sospechábamos que formaba parte de los servicios de inteligencia, que se retiró con mucho apuro mientras alcanzaba a decirme:
- Esta noche estamos de guardia en la radio, nos han ordenado que cubramos las veinticuatro horas con personal completo, nadie sabe porqué...
Fue esa madrugada que se produjo la invasión a las Islas Malvinas, supuestamente ordenada por aquél general borracho. Y sin embargo, el mismo pueblo que una semana antes había llenado la Plaza de Mayo en una gran movilización que fue reprimida a balazos, volvió a esa misma plaza y otras de todas las ciudades del país en apoyo de la aventura que nos costó la sangre de nuestros jóvenes para nada.
Y a pesar de tanta locura, había que hablar en voz baja, sólo con conocidos de confianza, porque cualquier comentario crítico podía costar muy caro. Habían sido años de aislamiento y desconfianza y ahora se agravaba aún más este sentimiento de abandono.
Por suerte yo tenía un refugio, había fundado el Taller de Teatro de la universidad y el grupo era bastante homogéneo, jóvenes inquietos, con ganas de informarse, de expresarse, de ser libres. Habíamos puesto en escena obras de autores prohibidos que figuraban en las listas negras de la intervención militar, algunos estudiantes se apartaban de nosotros comentando en voz baja que éramos “raros y comunistas” o en el mejor de los casos “demasiado liberales”. Finalmente nos echaron de la universidad, como es lógico.
El grupo tuvo un breve paso por una sala muy poco teatral. Conocí al dueño de un cabaret, un lugar pequeño que funcionaba en el primer piso de la Asociación Española, en Colón y Bolívar. Viernes, sábados y domingos funcionaba toda la noche con la típica mezcla de parroquianos de estos antros. Había borrachines simpáticos y de los otros, bohemios, chicas desprejuiciadas, principiantes curiosas, prostitutas y fauna nocturna variada. Allí nos ofrecieron un refugio donde podíamos ensayar piezas de café concert de lunes a jueves y montarlas los viernes de nueve a once de la noche. Nos pusimos a trabajar y se pudieron hacer varias piezas breves, casi todas con humor político.
Entonces encontramos en los directivos y profesores de la Alianza Francesa un apoyo providencial, y comenzamos a trabajar en ese edificio, pese a las miradas de reojo de muchos “progresistas” que hoy son fervientes demócratas y referentes de la cultura de San Luis. En conjunto con Marie Noelle Delcroix y Denis Malinowsky hicimos los libretos para un espectáculo de celebración del 14 de julio, inspirados en “1789” de Arianne Minoushkin. Para eso vimos la película filmada en la Cartoucherie de París hasta cansarnos. Fue un año muy intenso, por las noches, luego de los ensayos y hasta que me quedaba dormido sobre un colchón puesto allí mismo, trabajaba en la confección de vestuario, utilería y muñecos. La puesta en escena sería en la plaza principal de la ciudad, Plaza Pringles y estaba previsto que el público participara conducido por varios actores que eran los “sans culottes” de aquél París revolucionario. Era la mejor oportunidad, julio de 1984, el gobierno democrático había asumido en diciembre del año anterior y había urgencia por sacudirse diez años de dictadura. En torno a la plaza hay edificios de gran valor histórico para el pueblo de San Luis, la Catedral, el Colegio Nacional y la Escuela Normal de Maestras. El estrado que representaba los Estados Generales, donde Dantón y Robespierre tendrían que decir sus discursos, estaba precisamente frente a la Catedral en un gesto muy teatral de desafío al obispo de San Luis, que se declaraba lefebvrista y colaborador de la represión militar.
Se hizo la representación y como habíamos previsto, el público ocupó la plaza, desplazándose por los diferentes escenarios que representaban episodios de la Revolución. Los participantes, unos cuatrocientos, incendiaron con gran entusiasmo una Bastilla de escenografía construida con cañas y cartón, armaron una bandera de nueve metros de largo con la cual cruzaron la plaza cantando a gritos, y con gritos celebraron párrafos de los discursos de los próceres. Marianne corría de aquí para allá animando a la gente, los “sans culottes” distribuían antorchas y gorros frigios. Entonces el obispo mandó tañer las campanas en las torres y tuvimos una verdadera confrontación entre aristócratas y ciudadanos.
Desde que comenzamos con el proyecto, Ella me acompañaba y estuvo a mi lado hasta que me quedé dormido, agotado, casi en cuanto terminó la función.
El primero de abril estaba en una función de teatro, en la sala Augustus de la Asociación Italiana. Al terminar, me encontré con un periodista de Radio Nacional del cual sospechábamos que formaba parte de los servicios de inteligencia, que se retiró con mucho apuro mientras alcanzaba a decirme:
- Esta noche estamos de guardia en la radio, nos han ordenado que cubramos las veinticuatro horas con personal completo, nadie sabe porqué...
Fue esa madrugada que se produjo la invasión a las Islas Malvinas, supuestamente ordenada por aquél general borracho. Y sin embargo, el mismo pueblo que una semana antes había llenado la Plaza de Mayo en una gran movilización que fue reprimida a balazos, volvió a esa misma plaza y otras de todas las ciudades del país en apoyo de la aventura que nos costó la sangre de nuestros jóvenes para nada.
Y a pesar de tanta locura, había que hablar en voz baja, sólo con conocidos de confianza, porque cualquier comentario crítico podía costar muy caro. Habían sido años de aislamiento y desconfianza y ahora se agravaba aún más este sentimiento de abandono.
Por suerte yo tenía un refugio, había fundado el Taller de Teatro de la universidad y el grupo era bastante homogéneo, jóvenes inquietos, con ganas de informarse, de expresarse, de ser libres. Habíamos puesto en escena obras de autores prohibidos que figuraban en las listas negras de la intervención militar, algunos estudiantes se apartaban de nosotros comentando en voz baja que éramos “raros y comunistas” o en el mejor de los casos “demasiado liberales”. Finalmente nos echaron de la universidad, como es lógico.
El grupo tuvo un breve paso por una sala muy poco teatral. Conocí al dueño de un cabaret, un lugar pequeño que funcionaba en el primer piso de la Asociación Española, en Colón y Bolívar. Viernes, sábados y domingos funcionaba toda la noche con la típica mezcla de parroquianos de estos antros. Había borrachines simpáticos y de los otros, bohemios, chicas desprejuiciadas, principiantes curiosas, prostitutas y fauna nocturna variada. Allí nos ofrecieron un refugio donde podíamos ensayar piezas de café concert de lunes a jueves y montarlas los viernes de nueve a once de la noche. Nos pusimos a trabajar y se pudieron hacer varias piezas breves, casi todas con humor político.
Entonces encontramos en los directivos y profesores de la Alianza Francesa un apoyo providencial, y comenzamos a trabajar en ese edificio, pese a las miradas de reojo de muchos “progresistas” que hoy son fervientes demócratas y referentes de la cultura de San Luis. En conjunto con Marie Noelle Delcroix y Denis Malinowsky hicimos los libretos para un espectáculo de celebración del 14 de julio, inspirados en “1789” de Arianne Minoushkin. Para eso vimos la película filmada en la Cartoucherie de París hasta cansarnos. Fue un año muy intenso, por las noches, luego de los ensayos y hasta que me quedaba dormido sobre un colchón puesto allí mismo, trabajaba en la confección de vestuario, utilería y muñecos. La puesta en escena sería en la plaza principal de la ciudad, Plaza Pringles y estaba previsto que el público participara conducido por varios actores que eran los “sans culottes” de aquél París revolucionario. Era la mejor oportunidad, julio de 1984, el gobierno democrático había asumido en diciembre del año anterior y había urgencia por sacudirse diez años de dictadura. En torno a la plaza hay edificios de gran valor histórico para el pueblo de San Luis, la Catedral, el Colegio Nacional y la Escuela Normal de Maestras. El estrado que representaba los Estados Generales, donde Dantón y Robespierre tendrían que decir sus discursos, estaba precisamente frente a la Catedral en un gesto muy teatral de desafío al obispo de San Luis, que se declaraba lefebvrista y colaborador de la represión militar.
Se hizo la representación y como habíamos previsto, el público ocupó la plaza, desplazándose por los diferentes escenarios que representaban episodios de la Revolución. Los participantes, unos cuatrocientos, incendiaron con gran entusiasmo una Bastilla de escenografía construida con cañas y cartón, armaron una bandera de nueve metros de largo con la cual cruzaron la plaza cantando a gritos, y con gritos celebraron párrafos de los discursos de los próceres. Marianne corría de aquí para allá animando a la gente, los “sans culottes” distribuían antorchas y gorros frigios. Entonces el obispo mandó tañer las campanas en las torres y tuvimos una verdadera confrontación entre aristócratas y ciudadanos.
Desde que comenzamos con el proyecto, Ella me acompañaba y estuvo a mi lado hasta que me quedé dormido, agotado, casi en cuanto terminó la función.
No hay comentarios:
Publicar un comentario