miércoles, 10 de septiembre de 2008


PORQUE NO PIENSO DETENERME
El viaje comienza en esos años en que me pegaban si salía a jugar con los amigos, por eso para jugar me escapaba de la escuela, y por eso me pegaban. Pero también me pegaban para que me fuera a dormir temprano, o porque no dormía la siesta, o porque me quedaba dormido en la mesa cuando había ciertas visitas. Entonces empecé a escaparme durante las siestas. Simplemente saltaba la pared y me iba.
En aquélla época fue que me llevaron a conocer la casa de una tía, hermana del primo de la mujer de mi padre. Esa, de la que había que hablar mal de vez en cuando, pero en voz tan baja que los chicos (nosotros) solamente entendiéramos frases confusas. Sin embargo escuchábamos a escondidas estos y otros chismes y así creíamos y luego repetíamos que alguna catástrofe iba a suceder en alguna parte, o que descubrimos una confabulación para matar a alguien, o que pasaba algo tan interesante que hubiese valido realmente la pena participar.
Y un día visitamos la tal casa, esa que llenaba a los mayores de gestos extraños pero “había que ir” y fuimos.
Total que me encantó. Era pequeña, llena de plantas, con una galería hecha de cañas como las de los piratas del Caribe, una parte cubierta de calabazas y por otro lado rincones secretos como en la cabaña de Sandokán, y lo más deslumbrante; el novio (que no se había casado) que vivía con la no sé qué de no sé quién, era pintor, era artista.
Qué desastre, tan bien criada, pobre, cómo la empaquetó, pobre chica, tantos años al lado de la madre para nada... en fin.
Y por última vez repetían: pobre...
No sé bien porqué asocio este recuerdo con el trabajo que me tomé pocos años después, para juntar moneditas lavando coches, cosa que por esa época no se estilaba mucho. También asocio los cuchicheos a espaldas del artista casi pariente con imágenes llenas de sexos masculinos en hermoso color azul, imágenes que alguna vez escucharía llamar monocromos. Recuerdo que las señoras señalaban partes redondeadas, ramas voluptuosas entretejidas en la tela y las calabazas.
Y la pobre chica que se había ido a vivir tan lejos con un artista...
Cuando tuve edad suficiente para quedarme hasta muy entrada la noche fuera de mi casa, comencé también a repartir diarios.
Una noche ya no volví a dormir. Como podía (porque había empezado a gastar en cigarrillos y café) seguía ahorrando algún dinero a escondidas, total, también fumaba y tomaba café a escondidas...
Hacía ya tiempo que no me dejaban juntar con algunos primos. Yo había pasado a ocupar el lugar de aquél pariente ocultado en mi memoria entre tetas y caderas, penes azules y cañas amarillas. Sin embargo, en una quinta de José “Ce” Paz, con mi prima que estrenaba las incomodidades de la pubertad y que no me atrevía a mirar de frente por lo mismo, nos fuimos a recoger frutillas silvestres y hablamos de sexo y todo.
Bueno, no hay que asombrarse de que nos asombráramos de estar hablando de eso, si pensamos que recogíamos frutillas en José “Ce” Paz.
En cuanto pude, me subí a un tren. Elegí ese tren porque iba para donde estaba la casa de un amigo en primer lugar, pero además era el tren más misterioso de todos.
A los otros más o menos los conocía, pero éste intrigaba porque tenía un ramal eléctrico extraño, que salía de adentro de unos túneles. Uno iba por la avenida empedrada, y se veía aparecer de la nada una tira de vagones llenos de hierro forjado con unos inmensos aparatos que echaban chispas sobre el techo.
Las máquinas de otros ramales del mismo ferrocarril creo que no eran diesel, eran más antiguas tal vez de carbón, y los vagones de madera estaban recargados por la decoración art nouveau, con cortinitas en algunos casos y con un coche-comedor y un coche-camarote de lo más funambulescos.
A ese tren con cortinitas y todo me subí.
Un día entero o mejor dicho, veinticinco horas después me bajé en Corrientes, cerca de la frontera con Brasil. Allí comenzó todo.
Pero esas horas de viaje desde el territorio aburrido de las calles empedradas donde habían muerto los tranvías y mi niñez, me llevaron suavemente hacia lo que los oficiantes llaman el despertar de la juventud.
¿Y la adolescencia? Bien, gracias, no había tiempo de adolecer de nada.
Uno de los sucesos más hermosos y casi violentos de este viaje lo viví con mi compañera de vagón, una niña casi de mi edad, que supondremos hermosísima, misionera y bautizaremos Clara Luz, con ese estilo de los nombres paraguayos de mi recuerdo. A Clara Luz también le estaba aconteciendo este misterio que llamamos despertar de algunas cosas. Lo cierto es que mis hormonas y las suyas, nacidas y crecidas en la selva, hicieron un tremendo revoltijo. En la tendencia a perder la originalidad, gran parte del trayecto entre vagones y pueblos litoraleños lo dedicamos a entrelazarnos y enroscarnos de tal forma, que el inspector ferroviario se dedicó a vigilarnos atentamente a causa del mal comportamiento.
Mi hombría de porteño estaba en juego, y aunque hacíamos lo imposible por meternos al baño espantosamente hediondo del vagón, yo trataba de aprovechar las pasadas del “chancho” que nos espiaba para escaparme muerto de miedo ante la actuación cada vez más pugnaz de mi compañera, que quería experimentar el terreno donde yo no me animaba ni a asomarme.
Esta incoherencia de mi parte, como corresponde provocó el enojo de Clara Luz, que se fue a medianoche, lo cual también corresponde.
Supongamos entonces que sea verdad mi recuerdo, y que terminé durmiendo reclinado confianzudamente sobre una dama bastante mayor que Clara Luz, tal vez poco más de treinta años, dama por demás seria y circunspecta que pacientemente me permitió sentirme cómodo en los ratos que logré dormir.
Porque no fue fácil pegar los ojos con el efecto que me habían dejado los apretones con Clara y la insoportable vergüenza de sentirme tan estúpido.
Hasta que entre duerme y vela, me di cuenta que la señorita circunspecta estaba haciendo con sus senos algo más que acunarme, y que mi mano estaba entre la suya dedicada a frotarse en un lugar oscuro y tibio... y que finalmente su otra mano me alivió de tanto dolor metafórico y poético y entonces recién pude dormir profundamente.
Al bajar en la estación de Curuzú Cuatiá tenía en el bolsillo unos quinientos pesos, resto que me quedaba de aquella platita que me había regalado Ricardo, un pequeño asalto a la caja del negocio de su padre. Lo primero que hice fue vestirme de mencho. Me compré unas bombachas camperas, un gran sombrero de paja, alpargatas y un buen puñado de balas calibre 22 para rifle o pistola. Con el nuevo equipo partí hacia el Paraje Yaguarí, donde esperaba encontrar a mi amigo Luis.
El día de mi llegada lo pasé en un almacén de campo desde donde partí a la madrugada siguiente, aspirando hondo, hondo, parado sobre los estribos de las "calchas” *(recado), con las riendas en la mano izquierda y tratando de alcanzar todo ese azul, y ese verde, y esas distancias, y esos pájaros... y echar a andar. Primero al trote, un poco al galope, de nuevo más lento, al paso... pero andar y andar.
Como habíamos quedado por carta, Luis me estaba esperando en su casa de la estancia “San Juan” a orillas del río Miriñay. Desde la galería se veía esa llanura de espartillo que bajaba unos cinco kilómetros hasta el río y que se transformaba poco a poco en el estero característico del paisaje correntino. Me iba acostumbrando a todo esto, tan extremo y tan contrastante con mis años en Buenos Aires. Enseguida de comer un asado de oveja volvimos a ensillar caballos y salimos de recorrida. Era la primera vez que montaba tanto, y ni siquiera la comodidad del recado criollo podía disminuir los dolores en las piernas, el culo y la espalda, cada vez que me apeaba parecía un muñeco de madera. Llevábamos los rifles y aparejos para pescar en cuanto llegáramos al Miriñay pero la primera expedición fue bastante corta, apenas para que yo conociera los alrededores. Por ejemplo, pasamos por un enorme ombú de más de diez metros de altura y una circunferencia de unos tres o cuatro metros. Bajo la copa se podían atar dos caballos a cada lado y todavía sobraba sombra. Era el único resto visible de lo que habían sido poblaciones, es decir un par de ranchos habitados por una familia más de cincuenta años atrás. Mi compañero se divertía contándome de qué manera aquellos paisanos habían sido asesinados por los bandidos y me prometió que veríamos la luz mala cualquier noche de éstas, porque en algún lado por los alrededores del ombú había un entierro que nadie había descubierto aún.
Fueron pasando los días y además de trabajar con las ovejas y las vacas, aprendí a domar caballos bastante chúcaros, y aunque no llegué a ser domador me sentía muy satisfecho.

5 comentarios:

Anónimo dijo...
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Hiperbreves S.A. dijo...

Buen blog, me ha gustado. Realmente amas a Cortazar. Si puedes échale un vistazo al mío y si te gusta, un voto me puedes dar:
http://www.hiperbreve.blogspot.com

Anónimo dijo...
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La Turca y sus viajes dijo...

Hola!!!

Gracias por tu mensajito,, ¡es que estuve Prohibida para leerte?? jijijiji

Un abrazo de oso.

patricia dijo...

Cuańto de uno al leer a cortázar, siempre llevandonos entre paisajes tan reales como humanos, paisajes tan conocidos, un destilado cultural. Gracias por acercarlo.